5 de julio de 2012

Magdalena


Siempre tuve un vínculo especial con ella.
A pesar de los años de distancia, y los años de tiempo sin verla, aún llevo al cuello el colgante que me regaló cuando yo contaba ocho velas con mis dedos diminutos. Ni siquiera era un colgante, era un llavero en el que se enroscaba una llave que abría una pequeña hucha de metal, donde se escondía un billete nuevo de 100 pesetas, con la cara seria de Manuel de Falla.
Aún conservo el llavero, la llave, la hucha y el billete.

Magdalena era mi abuela, y murió esta semana. Tal vez ella no ha sido consciente ni de lo uno ni de lo otro. Nadie lo sabe. Ni siquiera éramos familiares. Noventa y tantos años, un carácter dulce y firme, apaciguado por la edad y la niebla, cegado por la luz de los años... Sus ojos lo han visto todo... y ahora descansan.

Magdalena vestía con sencillez, el pelo encrespado, sus manos fuertes, las arrugas inundaban su cara... alrededor de una sonrisa ancha y sincera. Recuerdo su cortijo andaluz al detalle, y hace más de veinte años que no voy por allí: La verja, un mosaico de rombos pintados de verde. Una piscina de agua verde, un parral de uvas verdes, y una casa encalada de blanco. La manguera más larga del mundo, que atravesaba todo un olivar, y la azada pequeña, a mi medida. La tumbona del abuelo, hecha de un material que nunca supe qué era... Y la era. La era en la que aprendí a comer mis primeras almendras blancas. Partidas a golpe de piedra, quitando la piel con la sutileza de la inocencia. Aún recuerdo el cómic que leí (sin saber leer) una madrugada con los ojos llenos de legañas. Hay una foto de ese momento, pero no me hace falta porque tengo la imagen grabada en las entrañas. No sé por qué.

Y las miniaturas, y el enorme citroen, y las persianas de madera... Y el abuelo... con quien de niño aprendía algo del ajedrez y algo de la vida, pero recuerdo que ya pensaba que el ajedrez era lo de menos. Enorme compañía.

Aún conservo los recuerdos. Que no me los quiten. Por cada recuerdo, una sonrisa.