16 de febrero de 2011

Lo que queda del niño.

"Duérmete clavel,
que el caballo
no quiere beber,
duérmete rosal,
que el caballo se pone a llorar".
F.G.L.


Lo que queda del niño. Septiembre 2006.
Para D. en su 2º cumpleaños.



Una ligera niebla sobrevuela a la Luna, que empieza esta noche a menguar milimétricamente por momentos. Todo el Sur se ilumina hoy; todo el Norte es oscuridad manchada de estrellas.

Entre el estruendo de una fuerte tormenta de final de verano, nació un niño en silencio, rozando la Luna llena. Así, sin hacer ruido, como para no molestar, hasta que el médico le despertó el llanto.
Sin saberlo, nació entre contrastes, la luz del rayo y la oscuridad de la noche, el alboroto del trueno y el silencio de una sala de espera; la humedad de la lluvia y una toalla seca, blanca, que le arropó al nacer.
Cada vez queda menos de aquel niño.

Avanza la noche y la Luna se deja atravesar por una lanza de nubes con la consistencia de una sombra. Babel ya no tiene sentido, no bajo una Luna tan hermosa. Todo parece colocado ahí deliberadamente.

¿Qué queda de aquel niño?
Queda la curiosidad inocente, queda la felicidad que me dan las cosas sencillas, y poco más. Queda la esencia. He cambiado mucho desde entonces, pero los ojos son los mismos. Los ojos nunca cambian: se rodean de arrugas, cicatrices o maquillajes, pero los ojos nunca cambian.

Bajo la Luna, ahora, un lecho de nubes blancas la acomoda y la mece. Nuevas siluetas aparecen entre los grises de la noche: Una solitaria chimenea con tos de pulmón, unos pinos cansados de elevarse, un farol estático sin luz...
Mis ojos se habitúan a la penumbra y todo lo que soy capaz de respirar es absoluta melancolía. Me siento bien.

Ahora soy más árbol de viento y menos planta de adorno.