A día de hoy podría decir que Luis
Eduardo Aute sale a escena diciendo que
no quiere ser una leyenda, sino todo lo contrario, sea lo que sea eso.
Declaración de principios bienintencionados, y por eso amenaza diciendo que,
sintiéndolo mucho, va a cantar las once canciones del nuevo disco. Como no le ponen en la radio –dice–, ni en
la tele, ni en ningún lado, pues no le queda otra. Aquí empezaba un
concierto extraordinario, un aute-ntico despliegue de emoción, entrega absoluta
y generosidad de el niño que miraba el mar.
A día de hoy sólo puedo decir que antes
de empezar el concierto, se ilumina la pantalla de cine y se proyecta la impactante
película El niño y el Basilisco, un cortometraje
de animación, dibujado a lápiz fotograma a fotograma por el propio Aute. Al
terminar se escucha de fondo El niño que miraba el mar, un estremecedor Aute
que se encuentra con el niño que fue.
De pronto vi prodigios... porque yo
pensaba que aquello sería un concierto, pero no... porque Aute regaló una
conferencia po-ética, filosófica y musical, hilando verso a verso, palabra por
palabra, latido a latido, fotograma a fotograma, con delicadeza exquisita, con
franqueza extrema, con el corazón latente; y fue mezclando aleluyas con herejías,
ánima y animal, amor con sexo, musas y soledades, seriedad y humor, muerte y
orgasmos, todo impregnado con el ingenio genial que derrocha en poemigas y
canciones. Aute no da un concierto: Sienta cátedra.
Queda la Música... A un concierto de
Luis Eduardo Aute hay que ir con cuaderno de notas y lápiz para no perder
detalle. Los ojos bien abiertos, aunque cerrando los ojos y abriendo los
cerrojos se puede apreciar mejor el silencio... Nunca sentí un público callado en
un silencio tan abrumador... todos atentos, boquiabiertos... y un poco
asustados por la ‘irónica advertencia’ de “podéis
cantar conmigo, pero muy bajito para que no se oiga”. Así, lo más extraño
es esa repetición de escalofríos.
¿Por qué este extraño escalofrío? Tal
vez porque él recordó a John Lennon, y yo recordé a Dear Peter Gabriel; y él recordó que le dice el corazón que no es de este planeta, y recordé que temo a la madrugada, y recordó que entre morir o matar... prefiere amar, y
yo recordé que es el cuerpo un lobo para
el cuerpo cuando el alma está famélica. Y se hizo invisible, y nos habló del giraluna
(un girasol disidente que intuía que algo tenía que pasar... y tuvo fe, y tuvo
criterio propio, y salió la Luna... y pudo verla, extasiado, y la Luna,
generosa, se acercó y giró para enseñarle su cara oculta, sólo al giraluna). El
giraluna es la aguja en el pajar que busca todo poeta. Y entonces... ¿Por qué este extraño escalofrío? Tal
vez porque se abrió de par en par para cantar Al Alba a pecho descubierto, sin instrumentos, inundando la sala de
silencio, estremecimiento, admiración por una letra escalofriante, una melodía
inolvidable, y una voz desgarradora, desgarrada por la luz de los años. Para mí
es sin duda la canción más sobrecogedora jamás escrita, con todo lo que dice,
por cómo lo dice –y lo canta– Luis Eduardo Aute, el mayor poeta vivo sobre la Tierra.